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lunes, 22 de diciembre de 2008

“EL MOZOTE

bffhugj,nPor primera vez, un ex soldado perteneciente al Batallón Atalcatl, y que participó en la masacre de El Mozote, relata algunos de los detalles de dicho operativo en el cual, recuerda, la orden era simple: “Lo que se mueva, se muere”. El jueves se cumplieron 27 años de una de las matanzas de civiles atribuidas al ejército, que ya hizo que El Salvador fuera demandado al menos dos veces ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Efraín Antonio Fuentes asegura que él y sus compañeros campesinos convertidos a la fuerza en militares, fueron engañados para participar en una guerra de pobres contra pobres. Hoy, sus luchas son por los lisiados que produjo la guerra.

Diego Murcia

El Mozote fue una masacre triste y terrible. Ahí murieron todos, hasta los niños.” Así empieza su relato Efraín Antonio Fuentes, con voz pausada, mientras sus ojos huyen del contacto visual continuo de su interlocutor. Así dieron inicio las poco más de tres horas de conversación, en donde este ex soldado perteneciente al Batallón Atlacatl reveló algunos de los hechos que ocurrieron antes, durante y después de la masacre de El Mozote, ocurrida el 11 de diciembre de 1981, y que la conoció el mundo gracias a los reportes de la prensa internacional.

En esa matanza murieron centenares de personas, niños y niñas en su mayoría. Aunque no hay una cifra precisa y los datos varían según las fuentes. Uno de los expedientes ventilado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos habla de 765 fallecidos.

La Comisión de la Verdad habla de un poco más de 200 restos humanos renocibles, pero la cifra podría ascender a 400. Tutela Legal del Arzobispado de San Salvador habla de 765 personas ejecutadas; mientras que un equipo argentino de antropología forense que visitó el lugar en busca de osamentas que permitieran saber cómo ocurrieron los hechos, determinó que en El Mozote y cantones aledaños fueron asesinadas 809 personas, más de 400 de ellas niños y niñas menores de 12 años. Los ojos de Efraín hicieron sus propias cuentas ese día y tampoco cuadran con las historias oficiales que se tienen del caso: “Yo no vi demasiada muerte, a pesar de que dicen que fueron bastantes. En los alrededores, puede ser. Pero yo vi unos 25 cuando entramos. Algunos habían muerto a balazos y otros a cuchillo”.

Cuando ocurrió la matanza de El Mozote, Efraín tenía 17 años y apenas unos meses de haber ingresado al Batallón. Tenía pocos días de andar en campaña, apenas se habían formado cuatro compañías de las nueve que llegó a tener el Atlacatl.

“Una noche antes me dijeron: Preparate, vamos a un lugar donde nos están esperando, donde es difícil entrar, pero vamos a entrar y si no te ponés las pilas, pues, te van a matar y tenés que actuar según las tácticas que te han enseñado y si no vas a ser hombre muerto. Y ni modo, qué hacíamos, peparar los fusilitos, 700 cartuchos... todo lo que nos daban en el equipo. A mí, que era especialista en lanzagranadas, me daban 60 granadas. Con eso me fui”.

La especialidad de Efraín eran los M16 con lanzagranadas. La primera vez que tuvo en sus manos uno de estos fusiles fue en el cuartel de la Segunda Brigada de Infantería, de Santa Ana, después de que lo reclutaron forzosamente en la finca Los Naranjos, donde estaba trabajando cortando café. A eso se dedicaban él y su familia, originarios del Cantón El Castillo, en Coatepeque. En la corta participaban sus hermanas, su hermano, su padre y su madre. Pero cuando llegó al cuartel, se olvidó de los canastos y el café y aprendió a lanzar granadas. “Era el número uno de mi sección. Si me ponían casitas pequeñas para que practicara mi puntería, yo siempre les pegaba en el centro”, asegura.

Pese a que lo forzaron a estar en el ejército, pronto se adaptó a su nueva vida. Le pagaban 85 colones por hacer rondas en Santa Ana y cuidar bodegas en el cuartel. Pero un día supo que se estaba formando un nuevo batallón y que estaban pagando 240 colones por ir a combatir y se fue a enrolar. Luego llegó a ganar 400 colones y al final de su carrera militar, cuando quedó lisiado, salió ganando 900 colones. Nada mal para alguien que solo había estudiado segundo grado de primaria y que no sabía hacer otra cosa que cortar café y lanzar granadas con buena puntería.

“Lo primero que hice cuando nos dijeron que íbamos a este cantón fue preparar mi equipo. Es que, cuando ya le dicen a uno que va a salir, se prepara el fusil, ese todo el tiempo pasa aceitadito. Después se va uno a contar cuántos cartuchos se va a llevar. Luego lo llevan a uno hasta el lugar y es ahí donde le dicen qué es lo que va a hacer, cómo se va a actuar. Si es masacre, le dicen a uno que va a matar... Mientras, solo le dicen a uno vamos a ir a un lugar, sin darte el nombre, solo te dicen que vas para un lugar donde habrá un combate duro, un lugar donde es difícil entrar.

“Nosotros sí vamos a entrar y vamos a demostrar que sí podemos, nos decían. No le dan ni la hora de salir a uno, solo le dicen que se preparen los fusiles y, de presto, a las 2 o 3 de la mañana, se sale. Antes de eso, por lo general, la mayoría de los soldados, lo que están haciendo es platicar de sus licencias, de lo que les ha pasado, no de la guerra sino de sus quehaceres cuando les den las licencias”.

Lo que se mueve, se muere

“Para El Mozote no nos dijeron nada, solo que ibamos a un lugar y que todo lo que se moviera se destruyera. Esa fue la orden que dieron, porque decían que todos eran guerrilleros, desde mujeres hasta niños, que podrían llegar a ser parte de las masas en un futuro y que podrían llevarle la logística a ellos. De esa manera fueron las órdenes que se dieron en El Sumpul, Guazapa, El Mozote, Las Tablas... órdenes que ejecutaron los batallones Belloso, Atlacatl, Bracamonte, que eran de reacción inmediata... Yo participé casi en todas, porque, como batallón, en un inicio andábamos casi en todas. Salíamos a operar, regresábamos con licencia, nos íbamos para la casa y luego regresábamos al batallón y salíamos de nuevo a operar. Cuando el batallón se hizo grande, que llegó a nueve compañías, salían seis compañías a operar -hablo de un equivalente a 700 hombres- y quedaban 370 para cuidar la sede. Entonces, sí, ya era diferente, porque pasábamos dos meses en el monte, y luego regresábamos de operar, descansaban tres compañías y las que habían quedado descansando, tendían a irse nuevamente”.

“Habían órdenes terribles en la guerra, pero considero que no me manché las manos en algo a sangre fría. No voy a decir que no se mató, sí, pero fue en combate, porque o matás o te matan. Un combate para eso es. Cuando se capturaron personas, yo nunca maté así, a pesar de que recibí órdenes de matar. En Guazapa hayamos un tatú llenito de personas: ancianos, niños, mujeres en especial... Sacaron a unas 45 personas de ahí y salvaron a algunas. No sé cuál fue el sentido de eso. Imagino que fue para traerlas a San Salvador y sacarles verdades. Las subieron a helicópteros y se las trajeron. Pero, a la mayoría las mataron a sangre fría. Yo en ese entonces tenía pocos días en el batallón y me querían probar para ver qué valor tenía y me dijeron: aquí está un yatagán, matá a esta gente. Pero yo les dije que no, que a sangre fría no mataba y menos con cuchillo. Si fuera peleando, sí, hubiera usado mi M-16. Y todavía me atreví a decirles que si lo hacía con fusil, me atrevía a hacerlo, pero con cuchillo, no, porque no me gustaba eso. Pero como sobraba quien lo hiciera y no pensaban sus actos, salió alguien y lo hizo. ¿Por qué no me amonestaron esa rebeldía? Porque en el combate, allá en el monte, éramos uno a uno, hombre a hombre, y no importaba si estábamos en el mismo bando. Cuando pasaba algo así y amonestaban a alguien, ahí en combate encarnizado, ahí no más se le volteaba el fusil entre los mismos compañeros. Por eso no se amonestaba. Había respeto entre todos, por cualquier cosa, porque se le tenía miedo al ofendido a la hora de estar en combate”.

“Salimos del batallón, en el Sitio del Niño, y llegamos a la pista que tenía el ejército en Morazán. Nos albergábamos en el galerón que el batallón tenía ahí, mientras esperábamos instrucciones. Luego nos dijeron el lugar que íbamos a visitar y si era un combate de monte, hombre contra hombre, o si íbamos a destruir una ciudad o un cantón o un caserío. Después caminamos para salir por el lado de Perquín, e hicimos 40 minutos de caminata hasta El Mozote. Llegamos en la mañana, porque mucha de la gente que estaba ahí no logró salir a trabajar. La gente se encerró cuando vio al batallón”.

Según describe el informe de la Comisión de la Verdad, cuando los soldados llegaron, ordenaron salir a todos de sus casas y los reunieron en la plaza; los hicieron acostarse boca abajo, los registraron y les formularon preguntas sobre los guerrilleros. Luego les ordenaron encerrarse en las casas hasta el día siguiente, con la indicación de que se dispararía contra cualquier persona que saliera. Los soldados permanecieron en el caserío durante la noche. Al día siguiente los interrogaron, torturaron y ejecutaron. El exterminio terminaría el día 12, dejando atrás varios cientos de muertos regados sobre las tierras de los cantones Cerro Pando y La Joya y de los caseríos Ranchería, Jocote Amarillo y Los Toriles.

“Yo me quedé, con otros 300, en los alrededores. Primero bajaron unos 50 soldados a meterse así y los demás se quedaron guardando la seguridad de los flancos, de los cercos. Abajo se hizo una formación en forma de herradura. Siempre se rodea y se deja un pequeño espacio, porque alguien que se encuentra acorralado, que no tiene salida para ningún lado, esa es una persona que muere hasta que se le acabe el último cartucho. Y matar a un guerrillero con fusil en mano, no era de una hora. Porque o se organizan y se van a romper el cerco a darle a los soldados pecho a pecho o preparan un combate hasta el último cartucho. Por eso se dejaba ese espacio para evitar un tope así. En El Mozote se dejó la parte del río, de la quebrada y ahí fue donde se fueron unas gentes que ahí creo fue donde se salvaron, porque de otra manera... Después de la formación, las puertas se abren y el que se encuentra o se mata adentro o se le saca a matar. Pero, en El Mozote, a la mayoría de gente la sacaron y la formaron. Ahí no entramos en combate. No era un campamento”.

“Los soldados se movían por grupos, cuando unos terminaban de actuar en una zona, estos se movilizaban y llegaba otro grupo a relevarlos y luego repetían el movimiento hasta que eran reemplazados por un tercer grupo. Así se fueron moviendo por toda la zona de los caseríos aledaños”.

Los guerrilleros evangélicos

Durante la guerra, la parte norte del departamento de Morazán era considerada como el sitio con mayor concentración y control por parte de la milicia guerrillera del FMLN. La idea de despojar a los campesinos de sus crucifijos y biblias venía de la teoría militar de que el apoyo de la población civil a los insurgentes se debía, en gran parte, a la penetración de la Teología de la Liberación como labor de algunos sacerdotes católicos.

El Mozote era un lugar singular. Ahí los católicos eran minoría, al contrario de todos los caseríos y cantones de los alrededores, y la Teología de la Liberación no había tenido gran impacto. Además, sus relaciones con la Fuerza Armada siempre habían sido estables porque no eran colaboradores de la guerrilla.

El Mozote contaba con unos 300 habitantes, pero muchos otros moradores de caseríos más pequeños habían llegado a refugiarse ahí por temor a morir en fuego cruzado o para no ser ejecutados por los soldados si los llegaban a confundir con guerrilleros.

“Ahí toda la gente era del Frente. Así nos dijeron a nosotros, que en ese cantón estaban las bases, la propia estadía de ellos. Con la diferencia de que el combatiente se iba y llegaba ahí solo a traer provisiones. Si ahí no hubo un combate encarnizado. Ahí solo fue llegar a un cantón y arrasarlo. Si no, hubieran dicho: tantos soldados murieron. Combatientes yo no vi. Sobre las violaciones a niñas en ese lugar no puedo decir nada, pero sí lo hacían... incluso, yo no lo vi, pero me dijo un compañero que había visto que mataban a niños con un yatagán. Que violan niños y niñas, sí, eso lo hacían en diferentes masacres”.

“Cuando bajé al cantón, de último, ya habían matado a bastante gente... y nos dijeron que ya no habían guerrilleros, que ya no era necesario seguir dando la seguridad. La gente que se logró correr, que logró salirse del cerco, las perseguían. Algunos, algunos, contaditos, son los que se han logrado salvar. Yo ya he escuchado historias de los que se han logrado salvar, pero contaditos con los dedos”.

Rufina Amaya fue una de estas pocas sobrevivientes que logró escapar de la masacre de El Mozote, gracias a que se escondió tras unos matorrales, aprovechando la confusión de unas mujeres que rogaban porque no las mataran. Mientras huía, ella aseguró que escuchó los gritos de sus hijos que la llamaban y que rogaban porque no los mataran. Rufina fue entrevistada por la Radio Venceremos sobre esos hechos días después de ser encontrada por la guerrilla vagando por los montes. Ella fue la primera en denunciar el hecho, en la navidad de 1981 y su relato fue parte principal de un par de publicaciones en dos periódicos estadounidenses. Amaya falleció en 2007 debido a un ataque cardiaco y hoy su historia se ha inmortalizado en una opera recién presentada en Colombia, por el salvadoreño Luis Herodier, donde se cuenta cómo mataron a los habitantes de El Mozote.

Carlos Henríquez Consalvi, uno de los fundadores de la Radio Venceremos, y una de las dos primeras personas en recorrer la zona de la masacre en diciembre de 1981, cree que la matanza fue un aviso para los simpatizantes del Frente.

“La mayoría se iban a esconder a quebradas, pero siempre los mataron. Incluso, un compañero, que hoy está discapacitado, mató a un niño. El niño fue para la historia, porque estaba sentado en una piedra. Estamos hablando de un niño de cuatro años, muy pequeñito. Él estaba sentado en una piedra y el compañero le pegó una ráfaga de M16 y lo balaceó. Pero, el niño no se cayó, quedó sentadito. ¿Y quién dice que al caerle a uno un balazo de una M16 no das vuelta y caes con las patas para arriba? Al niño lo atravesaron a balazos y aún así seguía sentadito. Eso podía ser cosa de Dios”, rememora Efraín.

Según los sitios de internet especializados en armas, la bala de una M-16 se deforma cuando impacta contra su objetivo y pega con una fuerza de 52 mil libras de presión por pulgada cuadrada. Al deformarse no atraviesa, sus fragmentos rebotan por todo el cuerpo y destrozan el interior de la persona.

“Yo vi un montón de gente muerta, niños y este niño que cuento... no creo que el compañero lo haya hecho por... simplemente porque lo engañaron. Pero, si esas órdenes se le dieran a una persona adulta y no a cipotes de 14 o 18 años, la cosa sería diferente. Yo, a la fecha, si me dieran órdenes así, quién sabe si se las cumpliera. Claro que me rebelara y jamás hiciera cosas de esas, porque ahora somos personas pensantes. Es fácil dominar a los cipotes cuando ellos no tienen una mentalidad desarrollada. Cuando uno estaba en combate uno pensaba: Bueno, si me muero no dejo hijos, no dejo a nadie, estoy solo y cuando nos pagaban el sueldito que en ese tiempo eran 240 colones nos lo íbamos a gastar todo, decíamos: comámoslo, disfrutémoslo porque hoy estamos y mañana quién sabe, porque vamos para el monte. Esa era la vida del soldadito aquel. No pensaba en que iba a haber un futuro, que va a tener un hogar, que va a prepararse... uno no piensa en eso. A uno lo preparan para pensar que la vida no vale nada”.

Este sentimiento de indiferencia hacía posible que los soldados -en su mayoría jóvenes, solteros y sin familia-, tras el combate, siguieran sus vidas como si nada pasara, como si todo fuera un sueño, cuenta Efraín.

“Después de participar en una de esas masacres, qué diferente se ve el mundo. ¿Qué significa la vida o qué significa la muerte, si después de estar platicando con su amigo, con el que acaban de beberse un agua azucarada, porque a lo mejor no han comido por estar en campaña, este en ese ratito cae a la par de usted con un balazo en la cabeza? Para uno la vida en ese momento, después de lo que le han metido en la cabeza, no vale nada. Qué fácil es engañar a un joven. Lo mismo le da tanto que lo maten o matar en un combate. Usted ve caer a su compañero y no se extraña, en lugar de eso se pone a salvo. Y si uno mata, ahí no ha pasado nada, sigue su camino”.

“En la guerra, el día que no hay combate, uno no sirve. Te sentís rendido, te da sueño, te da hambre. Es desesperante. Cuando salía de licencia e iba en el bus para la casa de mis familiares, yo veía a la gente y pensaba: así como los puedo ver vivos, los podía ver muertos por allá. No había futuro cierto”.

A los miembros de Batallón Atlacatl, según las crónicas de la época, Domingo Monterrosa, la máxima autoridad de dicha unidad militar, los llamaba “Angelitos de la Muerte”. Cuando a Efraín se le pregunta sobre este sobrenombre que el militar usaba con sus soldados, él dice no recordar nada sobre ello. Sin embargo, sí recuerda a Monterrosa. Lo admira, lo desprecia y lo respeta.

“Hay asesinos y requeteasesinos, como el señor Monterrosa, no digo que no. Porque dicen, el que es hombre y cosa seria, de veras hay que felicitarlo por lo que es. Malo o bueno, hay que felicitarlo por lo que es. Y no nace uno tan rápido así como él. Tenemos a Fidel Castro. Yo felicito a Fidel Castro por la forma de hombre que ha sido. Pa’ que nazca otro como él ´tá difícil o a saber dónde está. Monterrosa era cosa seria. Para nosotros era él único quizás en el país que trabajaba tan de la mano… Para nosotros, Monterrosa, en especial para mí, fue un hombre que pensó ganar la guerra con las armas. ¡Así! Él pensó que la guerra se podía ganar combatiendo de tú a tú con las armas y por eso él se entregó a la lucha, y fue un hombre que comió frijoles, luchó y lloró junto con los lisiados… Con los soldados. Él pasaba los ríos allí… En las fotos lo puede ver que él andaba igual como andábamos nosotros… Una parte era estrategia de él para que no lo identificaran que era el comandante, pero la forma en que se dirigía a nosotros era una forma… Bueno, mis respetos. Muy excelente el viejo. Este señor era cosa seria. Él se dirigía como un camarada. Así, si tenía una tortilla, pues la comía entre tres. Y a él nunca le gustaba que le pegaran a un soldado, que lo garrotiaran ni le pegaba. Decía que no era eso. Incluso, decía que para castigarlo a uno era mejor ponerle flexiones o algo así, porque te hacía más duros los músculos y te daba más resistencia; pero no a garrotazos, porque no se trataba así. En ese aspecto fue muy bueno con los soldados, y por eso lo querían mucho. El señor este fue muy querido en el batallón”.

Las contradicciones no paran ahí. A Efraín no le enorgullece haber participado en la guerra. Dice que nunca le ha contado nada de lo que hizo en combate a sus hijos ni a su esposa. Ellos apenas y saben que quedó lisiado a los 24 años, mientras realizaba un operativo en Morazán. Tampoco saben que él trabajó bajo las órdenes del coronel Francisco Elena Fuentes, realizando investigaciones de espionaje en la unidad denominada S2. Es que fue una guerra chuca, dice. Pero, pese a eso, por otro lado, no se arrepiente del carácter, la resistencia, de decirle que no debe temerle a nada y que es capaz de vencer a cualquiera que le formaron la guerra y los asesores de Estados Unidos, que vinieron a entrenar al Batallón a El Salvador.

La confianza era la base del Batallón Atlacatl. No cualquiera podía entrar. El reclutamiento se hacía mediante recomendaciones de soldados que estuvieran ya activos. A cada soldado se le hacía una entrevista de admisión para sondear el tipo de conocimientos y destrezas que este poseía. Uno de los requisitos era tener experiencia en el uso de armas. Su ingreso suponía el sometimiento a exámenes sicológicos y de resistencia física. Para el adiestramiento sicológico los obligaban a ver películas sobre guerras ocurridas alrededor del mundo, además de lavarles el cerebro con ideas anticomunistas. Estas clases eran de tres horas diarias todas las tardes desde que entraba al Batallón. Cuando esto terminaba, continuaban con el siguiente paso: la formación de carácter.

“Este cursillo tiene una semana de estrategia militar, pasar la concertina, arrastre, cómo atacar. Luego tiene una semana de combate cuerpo a cuerpo con cuchillo, con corvo, con la mano, con todo, por si uno se queda sin fusil. A continuación, sigue una semana en la que no te dejan dormir y para que durmás te suben arriba de los palos y ahí tenés que dormir si así lo querés, para que uno agarre coraje. En otras ocasiones, te tocaba dormir en el piso de ladrillo, pero a cada dos horas venía alguien a tirarte agua helada o te arrastran en el lodo. Después viene otra semana que se llama de supervivencia, en la que te dejan sin comer por siete días, te pasan por el túnel del amor, que son charcos de agua con lodo, luego te encierran en un chiquero que tiene alambre de púas alrededor. Cuando tenés esa gran hambre y que estás a punto de morirte, te matan zopes, chuchos -que es más decente que el zope- y te hacen una sopa de esos animales y te obligan a comer. Luego hacen un fresco de la sangre del zope y del chucho, le echan cebolla, sal y chile para que te lo tomés. Después de eso te dan un zope crudo para que te lo comás y todos deben dar una mordida al animal. Cuando yo hice el cursillo, llevaron un muerto que encontraron ahí en El Playón -area cubierta de lava petrificada al norponiente del volcán de San Salvador-, era un chamaco que habían degollado y nos lo llevaron para que lo comieramos. Todo esto era para formarte carácter. Después de que te dan todo esto, te tiran lacrimogenos adentro del chiquero, donde estás sin zapatos y solo en calzoncillos. Luego te dicen que a cómo dé lugar tenés que romper el cerco, vos y tus otros tres compañeros, y que desde ahí tenés que irte hasta Lourdes Colón corriendo, pasando por Teocoyo, allá por Jayaque, para salir al lado de Las Granadillas y volver a El Playón. Y en esas carreras que llevas, hay tres puntos donde te tenés que reportar y cuando llegás a El Playón tenés que llegar vestido. La cosa es que a la primer persona que te encontrés tenés que quitarle la ropa y los zapatos, amenazándolo con garrotes. Nosotros tuvimos suerte porque hallamos ropa tendida en medio de una tomatera, que algunos campesinos habían dejado mientras se iban a trabajar al monte. Con esto terminaba el cursillo. Esto te da carácter, porque en combate, rodeabamos a los chuchos, los pelábamos y comíamos de eso”.

El batallón Atlacatl estaba conformado de la siguiente manera: una sección, que es igual a 30 hombres. De estas se dividen dos patrullas, 15 hombres por patrulla. Un subsargento, dos cabos -uno para cada patrulla- y un cadete, que manda a los 30 hombres. Había cuatro secciones, que conformaban una compañía. Esta compañía tenía un teniente de dos barras, un subteniente y un sargentón. Esta compañía se unía a tres compañías más, estás llevaban, además de los otros ya mencionados oficiales, a un capitán. Se formaron tres agrupaciones de nueve compañias más el grupo de mando, que estaba dirigido por tres mayores, un teniente coronel. Según Efraín, hasta antes de que se firmaran los Acuerdos de Paz, los efectivos destacados en el Batallón Atalcatl sobrepasaban los mil hombres.

Efraín se movió de un destacamento a otro impulsado por el dinero que podría ganar. Un soldado ganaba 240 colones en el batallón. En Santa Ana, en la Segunda Brigada ganaba 85 colones. Antonio Guerrero Peraza, un amigo de él, lo instó a unirse al Batallón. Luego llegó a ganar 400 colones y al final de su carrera militar, cuando quedó lisiado, salió ganando 900 colones. Ahora como pensionado, apenas logra cubrir sus gastos con una pensión de 120 dólares. Para subsistir, hoy día se dedica a vender verduras en el centro de San Salvador y a luchar por los derechos de mejores pensiones y prestaciones de salud para los lisiados de guerra sea estos del ejército, la guerrilla o la sociedad civil. Su esposa administra una tienda en la zona donde viven. Con eso mantienen a sus cuatro hijos, el primero de ellos nacido en 1991.

Hoy, alejado de aquella buyicia de los combates, Efraín Fuentes, hace sus reflexiones sobre lo que para él significó ir a combatir: “La guerra fue creada para aniquilar a los líderes que empezaban a levantar cabezas. La guerra fue inventada por el gobierno... aquí Estados Unidos y el gobierno montaron la guerra y quienes la financiaron y se pusieron a reír de de todo fueron los ricos. Porque en la guerra donde yo anduve nunca anduvo un millonaro, solo gente que éramos campesinos. Y cuando nos matábamos era probre contra pobre, mientras que los ricos tenían a sus hijos en la universidad, preparándose. La guerra, aparentemente, podía hacer un cambio, pero este nunca se dió ni con los Acuerdos de Paz. Qué chiste tiene ir a una guerra si todo sigue igual o hasta peor que antes”.

"Uno de cipote creía que las cosas quizá así estaban bien y así se combatía. Hoy, que ya tengo mis cuantos años y que pasé mi experiencia, noto que el cipote pasó dormido en la guerra. ¿Sobre El Mozote? Me gustaría visitarlo, para ver cómo han progresado, porque lo destruyeron”.

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